Carloandrés ha tenido el acierto supremo de la fidelidad a su propia alma y por esto su obra tiene un valor que permanecerá, en tanto veremos hundirse en los abismos del olvido las creaciones de muchos, seducidos por los cantos de sirena de críticos y marchantes
Estamos asistiendo, en certámenes y mercados internacionales de Arte, al triunfo de los abstractos españoles, cuya primacía se debe al solido y profundo “oficio” que se enseña –ya casi exclusivamente- en las cuatro escuelas nacionales de Bellas Artes de España y que da una fuerza y un valor singulares a las obras concebidas según las normas estéticas más avanzadas. Pero es un gran error de la crítica de nuestro tiempo el no apreciar las altas calidades de este “oficio” cuando se manifiesta, desnuda y sinceramente, en la interpretación del mundo exterior.
“Por esto creo que, aun los críticos afiliados a la estética de lo no figurativo, debieran detenerse a estudiar los cuadros de Carloandrés, este pintor tan fiel a sí mismo, tan incapaz de farsas y de componendas”
Por esto creo que, aun los críticos afiliados a la estética de lo no figurativo, debieran detenerse a estudiar los cuadros de Carloandrés, este pintor tan fiel a sí mismo, tan incapaz de farsas y de componendas, alumno de la escuela de Valencia, gran vivero de pintores. Porque en cualquier trozo de su pintura, por ejemplo, en la negra sotana del canónigo Bartolomé, hay las mismas armonías de colores, el mismo afanoso estudio de la pura materia, que buscan los abstractos. El error de no apreciar estos aciertos en la pintura realista es semejante al de los críticos de comienzos de este siglo, en plena reacción contra la pintura “de Historia”, que se negaban a valorar las más altas calidades pictóricas cunado estaban aplicadas a la dalmática blasonada de un heraldo o a la armadura de un guerrero
Cuando un artista o un poeta novel me preguntan a cual de las actuales corrientes estéticas en pugna han de afiliarse, les suelo contestar: “Sea Vd. sincero. Pinte o escriba escuchando sólo su voz interior evitando el dejarse captar por algo que no siente, sólo porque está “de moda”, solamente tienen un valor permanente lo que es reflejo fiel de una personalidad humana.” Carloandrés ha tenido el acierto supremo de la fidelidad a su propia alma y por esto su obra tiene un valor que permanecerá, en tanto veremos hundirse en los abismos del olvido las creaciones de muchos, seducidos por los cantos de sirena de críticos y marchantes, que están convirtiendo el campo de la pintura actual en algo inmensamente monótono y aburrido. Esto, a mediados del siglo XX es un signo de valentía comparable al de los impresionistas de 1870 y al de los cubistas de 1900, pintando lo que sentían ante el escándalo de un público burgués – el mismo público que ahora compra pintura abstracta sin entenderla -. En una de las ocasiones en que fui jurado en la Bienal de Venecia, como un mecenas hubiese ofrecido un premio al cuadro más atrevido y valiente, propuse que se concediera a una pintura tradicional y figurativa.
Carloandrés, este valenciano establecido en Ibiza, se ha penetrado de la prodigiosa belleza de la isla, descubierto ahora por el mundo internacional de los artistas y de los viajeros y ha tenido la fortuna de pintar el deslumbramiento del sol sobre los albos muros payeses.
En el conjunto de su tarea prefiero los retratos, como el magnífico de Monseñor Isidoro Macabich, que será la imagen definitiva que quede a la posteridad del más insigne de los valores culturales ibicencos, y los pequeños apuntes llenos de gracia y frescura. Y que, bien mirados, son también “pintura abstracta”, aun cuando el juego de sus blancos, de sus ocres y de sus azules nos emocionan con la evocación de unas casas del barrio de la Peña, bajo la augusta pesadumbre de sus murallas